Todo exquisito y muy bien presentado. Nos sirvieron con esmero una degustación de finísimas porciones que recordaba la sutilidad de la cocina japonesa. J. y yo jugábamos a probar y paladear. Después de innumerables platitos de delicados sabores nos trajeron una bebida en algo parecido a un termo colocado dentro de un envase de cartón. Cuando conseguimos montar el contenedor descubrimos que no era más que café recién hecho. Permanecimos un buen rato allí, acomodados entre las sábanas. Yo llevaba el sujetador blanco de seda y estaba sentada encima suyo. Él me acariciaba los pezones, primero uno, después el otro. Todo muy placentero, jugar y saborear.
Cuando nos levantamos de la cama nos dimos cuenta de que en la habitación no estábamos solos. Tras el diván, la mesita y las sillas que formaban el salón y camuflados entre el cortinaje clásico de los ventanales a la céntrica plaza de la Concordia en París, había una mujer con al menos tres niños. Cuatro pares de ojos pendientes de nuestros movimientos.
–¿La hora del desayuno?– me pregunté contrariada cuando entró por última vez el garçon a servirnos leche caliente.

