Esperábamos pacientes junto a la cabina líquida, éramos demasiados para un espacio tan reducido. Sentía claustrofobia solo de pensar en apiñarme entre desconocidos. En el grupo había una mujer muy nerviosa, toda la tarde estuvo pendiente de aquel momento y justo ahora el dolor de vientre le hacía sentirse incapaz de bajar al cilindro y emprender el viaje. Yo le daba ánimos, le dije que aquello era solo cuestión de segundos y que resultaba imposible ahogarse en un plazo de tiempo tan breve.
Llegó mi turno y descendí al compartimiento con todo lo que llevaba puesto, con zapatos, mochila, bolso y chaqueta de invierno incluida. Me introduje en aquella especie de líquido incoloro que para mi sorpresa cubría pero no mojaba. Era un fluido más espeso que el agua en la que el cuerpo queda en flotación y con otra gravedad. Empecé a inquietarme, solo llevaba medio minuto en la cápsula y ya empezaba a imaginar cosas. ¿Sería necesario sumergir en algún momento la cabeza? ¿Qué pasaría si se me caían las llaves? –pensé–. Observé el interior del tele-transportador, sus paredes cilíndricas y su base circular. Si perdiera algo tan pequeño como unas llaves resultaría complicado agacharme a recogerlas. Me moví libremente dentro de aquel medio acuoso, mi cuerpo permanecía seco como en las películas de ciencia-ficción. La mujer seguía sin decidirse a bajar. En realidad no había sitio para todos, sobraba justamente una persona. Pero claro se tenía que aprovechar el viaje al máximo, nos tendríamos que apretar.
Cada vez era más habitual desplazarse de este modo, incluso los niños viajaban así. Aunque debo reconocer que la primera sensación era de ahogo, resultaba al mismo tiempo tan extraño y alucinante que merecía la pena experimentarlo. Entonces recordé la placa redonda del suelo que marcaba discretamente el acceso a la cápsula, muy semejante a las tapas de las cloacas y al paso a los suministros subterráneos de la ciudad.